miércoles, 30 de marzo de 2022

Exotismos y Crudezas Chilangas Del cierre de un ciclo a otro que se abre, siempre incierto

Victoria Bernal y Cris, noviembre de 1966


(Publicado originalmente en Gaceta del Parque, el 21 de diciembre de 2021)


A mi Sister Vero y demás valedoras de otros momentos, que siempre me han demostrado que hay vías de salida del infierno (aunque siempre me las arreglo para encontrar la ruta de regreso)


Avidez por cerrar

La superstición, la convicción, algún tipo de fe, la más simple creencia, la pretensión de ideología, o de conciencia, pretendemos que algo de eso nos guía por el mundo. Pero somos más básicos, más instintivos, más salvajes, feroces e irracionales de lo que estamos dispuestos a admitir. Aunque nos aferramos a un número de la suerte, a cualquier justificación ética, a algún dios o principio sobre el que creemos dar orden al mundo, a alguna manera de atisbar ante el caos que somos y vivimos, al final el dolor, el placer, el miedo, la expectación, su búsqueda y su repulsión, es lo que más firmemente nos gobierna.

Apenas hace unos cientos de años se inventó eso que llamamos ciencia, algunos siglos antes lo que conocemos como la ley, y al igual que por el amor de dios, en su nombre se han cometido infamias y atrocidades. Será que “lo que se hace por amor, se hace más allá del bien y del mal…” O como un desencantado personaje de Guerra y Paz enunció con amargura: “Los hombres se han equivocado, y se equivocarán siempre, al decir qué es justo y qué es injusto.”

Nuestros tiempos turbios nos tornan violentos, desconfiados, intolerantes con todo eso que parece ajeno, amenazante, o sea, con todo. Cuando yo era un mocoso mi padre me contaba, con su sencillez de hombre sabio, que desde las civilizaciones antiguas los mayores se quejaban de las juventudes descarriadas, de que las mujeres ya no eran virtuosas, de que los gobernantes se volvían más y más corruptos, y se suspiraba por aquellos buenos tiempos de orden, paz, respeto, por cualquier edad de oro real, que las ha habido, o ficticia, que de todos modos es buen recurso para nostalgias fáciles. ¿Podemos aspirar a un mínimo de prosperidad general, de armonía y paz sobre la tierra, de justicia y fraternidad entre comunidades y naciones? ¿Qué clase de ciclo estamos cerrando? ¿Amanece algo venturoso?

 

Hacia lo desconocido

Hace alrededor de cien años, en alguna localidad en los alrededores de Villa Victoria, en el Estado de México, una púber diminuta atestiguó la muerte de su madre, Anastasia, que por razones desconocidas llevaba días inmutable, inaccesible, prácticamente inmóvil. Eran tiempos horribles en vastas zonas de un país sacudido por las secuelas de lo que ahora llamamos la Revolución, aunque sigamos sin entender qué diablos significa, o ha significado. Tal vez había dos hermanos, alguno llamado Clemente, y un puñado de menores que partieron hacia la Ciudad de México. Tal vez sólo por alguna intuición de que allá las cosas no podrían ser peores que en aquel terruño.

A la vuelta de tantos años hoy nos sorprendemos (pero parece no importarnos mucho) de que niñas, niños, adolescentes, jóvenes, muchos sin más compañía que otros tan solos como ellas y ellos, deciden huir de la violencia, la miseria, el horror, a riesgo de encontrarse con otro infierno.

El ciclo de un año es tan arbitrario como el de cien. Pero hay que encontrarle algún sentido, o permanecer en la ceguera, en la locura. Cuando yo nací, Victoria, aquella niña fugitiva, tenía más o menos la edad que yo tengo ahora. Tras el EVC de mi madre en mayo, ella que tanto podría contarme de mi abuela, ahora con dificultades dice algunas palabras. La otra testigo, su hermana, difícilmente me contará algo más porque en uno de mis exabruptos, en esos días que se eclipsó mi madre, la ofendí profundamente. Vaya sucesión de desencuentros, vaya ciclo maldito que se me había abierto desde mediados del 2019, cuando sin entender mucho por qué, empecé a perder a la mujer con la que creía que pasaría el resto de mi vida (quiero pensar que en algo colaboró la pandemia), a incurrir en una serie de desastres político-profesionales (que sinceramente no lamento), a encontrarme y a perder personas extraordinarias que simplemente trataron de ayudarme. En fin, un periodo de caer en el abismo.

Supongo que vengo abriendo un nuevo ciclo, el tercero de mi vida, en esto que pomposamente llamamos madurez. Tengo una beba de 82 años que cuidar, y su sonrisa cuando lo hago vale todo. Tengo que recuperar esos proyectos inciertos que pensé emprendería en el exótico y crudo oriente de esta ciudad infernal, y que pretendo replantear acá en territorio de tepanecas. Tengo que recuperar la fe en la solidaridad y la compañía, que mal que bien, nunca me han faltado, y creo que han sido reciprocas. A estas alturas sé que será mi último ciclo. A saber qué traerá.

martes, 29 de marzo de 2022

Exotismos y Crudezas Chilangas Pagar para maltrabajar para malvivir I: Preámbulo

(Publicado originalmente en Gaceta del Parque, el 30 de noviembre de 2021)

 

Es tan feo el trabajo que hasta pagan por hacerlo. Yo prefiero no comer a vivir en este infierno. ¡Renuncio!” Lora

Fotograma de Salón México (Emilio Indio Fernández, 1949)
 

Desmadre vs. Trabajo

En algunos de los desperdigados textos que he tirado acá he insistido en la legendaria famita que arrastramos como una sociedad caótica, festiva, implacablemente desmadrosa. Me gusta rondar en las desmesuradas contradicciones que arrastramos, en las que también somos tan guadalupanamente fieles al echaleganismo, al elogio del esfuerzo individual, a la fe en los grandes ídolos y figuras del deporte, el emprendedurismo, la movilización por causas nobles (orgullosamente tercos…) el espectáculo, hasta de la ciencia y la cultura… y por el esfuerzo de uno que otro personaje político (por ejemplo, ese otro que también presume de ser muy terco…)

El hecho es que ese culto al desmadre es la otra cara de la moneda de un pueblo laborioso, esforzado, incansable, sacrificado. ¿Cómo anda nuestro disfrute de los frutos de nuestro trabajo?

Entorno de alta inflación… desde los inmemoriales años de mi infancia me resuenan las eternas quejas de mi madre, de mis tías, de las abuelas, de todas las señoras vecinas, por lo caras que estaban las cosas (“la patita, se ha enojado -como tú-, por lo caro que está todo en el mercado”). El sueño de trabajar duro y prosperar es para muchos ilusos, también para los más competentes, o más audaces, finalmente para esos que sí cumplen ese objetivo de escalar (a veces a cualquier precio) y triunfar dejando atrás la miseria, que los hay. Dichosos sean.

Fotograma de Lola (María Novaro, 1989)

¿Cómo nos arreglamos?

Ninguna institución tan exitosa y renegada como la mordida. Esa memorable escena de Salón México (comentada acá el 19 y el 26 de octubre) en que el policía Lupe va decidido a extorsionar a Mercedes me conmueve profundamente justo por la milagrosa (es decir, inverosímil, pero qué más da) transformación en la más absoluta devoción por esa mujer atribulada. Ese policía feo, humilde, taimado, que sigue pareciéndose tanto a los policías que aun estos días vemos por las calles, es la viva imagen del agente del desorden que en una de esas nos atiende y nos informa (serve and protect) con amabilidad, pero que ante la ocasión propicia no va a dudar en sugerirnos que mejor le caigamos con un buen billete (por favor no lo vayamos a ofender con minucias), para no parar en el corralón, ante el juez cívico, o de plano ante el MP.

Desde mis primeros años la imagen de los policías que vi fue de esos que intentaban amedrentar y extorsionar a mi papá por algún indefinido pretexto al circular en esa desvencijada R4, para terror de mi hermana Cris (qepd). Pero más terroríficos aún eran los “inspectores” de cualquier indefinida entidad de gobierno que llegaban charoleando (otra mexicanísima institución) a la fondita que la abuelita Victoria y sus dos hijas conducían denodadamente allá por Tacubaya. Con cualquier pretexto, la amenaza era la misma siempre: clausura. Negociar y arreglarse, ni modo. No había mayor drama aunque la situación era visiblemente molesta. Mis matriarcas ya tenían callo, sabían de qué iba, sabían cómo resolverlo.

Tal vez por eso años después me impactaron tanto Kafka y su émulo mexicano, Ibargüengoitia. Tal vez por eso me deslumbra aquel episodio del poli Lupe López. Tal vez por eso hace no sé cuántos años escribí un relato que con tremendismo titulé “Justicia Terrenal”. Veremos si las y los pacientes lectores lo honran en las dos próximas entregas.

Lo cierto es que las cosas han cambiado poco, o nada. Esa economía de la extorsión va igual o peor, todos tenemos evidencia al respecto.

Fotograma de Los Olvidados (Luis Buñuel, 1950)

Liga al relato escrito entre 1995 y 1998, con base en testimonios, notas e intuiciones de aquellos días. La intención es realista, y lo recupero porque las situaciones que aborda no solo son actuales, sino que hoy son aun peores: las del abuso y la extorsión simplemente por trabajar. https://nideakinide.blogspot.com/2012/02/justicia-terrenal.html 

Se publico en dos partes, el 7 y 14 de diciembre de 2021, también en Gaceta del Parque.

lunes, 28 de marzo de 2022

Exotismos y Crudezas Chilangas Apuntes para una Arqueología de Desencuentros: B

(Publicado originalmente en Gaceta del Parque, el 23 de noviembre de 2021)


“Escanciaba la cerveza una muchacha joven que se llamaba Frieda. Una muchacha insignificante, rubia, pequeñita, de ojos tristes y mejillas flacas, que, sin embargo, tenía una mirada sorprendente, una mirada de particular superioridad.” El Castillo


Nunca he acabado de entender como un personaje de novela me remitiera de inmediato a B, que no era necesariamente rubia, aunque me encantaba su cabello castaño, ondulado, su tono pálido, sus pequitas. Pero sí coincidía con eso de pequeñita, los ojos tristes de intenso tono café, las mejillas flacas… nada de insignificante.

Pasaron años antes de que pudiera mencionarle un libro que ella no hubiera leído ya. Su dominio de la ciencia ficción clásica era absoluto, y definitivamente se movía con soltura en la novela latinoamericana y en la novela histórico sociológica decimonónica, que era lo que yo torpemente devoraba con devoción en aquellos años. Podría haber pasado por condiscípula con esa pinta de niña ñoña, pero ya estaba pronta a titularse y hacía sus pininos como docente. Disimulaba la falta de tablas fumando un cigarro tras otro durante su clase. Vaya que eran otros tiempos.

Me ha ocurrido unas cuantas veces, aunque más bien he perdido la cuenta: de ese gusto por la convivencia con una mujer a todas luces linda, interesante, firme, sencillamente fascinante, a un alejamiento que a veces parece inevitable, a veces no tiene la menor relevancia ni consecuencia. A veces es tan insoportablemente doloroso.

Era agradable llamarla desde alguna caseta telefónica en los accesos de la (entonces) ENEP Acatlán para pedirle que me recibiera en esa casa a unas calles de lo que alguna vez fue el Autocinema Satélite. A saber cuántas veces me recibió de buena gana, creo que más por sobrellevar su soledad que por auténtico gusto por recibirme. Pero todo había empezado porque con mi pandilla de entonces, dos valedoras de incierta memoria (pero el Desencuentro con C también es una historia pendiente), un valedor que ya no sé si alguna vez volveremos a entendernos, nos volvimos sus asiduos, seguramente por la misma razón.

De esas visitas en bloque pasé a comunicarme y asistir por mi cuenta, y en algún momento muy a la Lugones (“esa vaga congoja de dejarte, me hizo saber que te quería”), a convertirla en esa obsesionante que me desbordó los sentimientos por años. Creía que nunca más amaría así. Así la soberbia ingenuidad del enamorado bisoño, y desgraciado.

Alguna ocasión que en la pandilla no nos decidíamos a volarnos las clases para treparnos en su fabuloso Mirage R5 e ir a su casa a escuchar música y filosofar como los escuincles pretensiosos que éramos, ella uso uno de esos gestos imborrables que poco a poco ya me estaban conquistando.

“Ándale Paco, ya vámonos. No pasará nada si no entras a tus clases de hoy”, me dijo secundando la insistencia de la pandilla. Muy propio, le respondí: “Pues sí, pero aunque sea ruégame un poco”. Ella puso esa cara de circunstancia tan suya, pero de inmediato sonrió pícaramente y dijo: “Esta bien, te ruego que vayamos”. Me fingí indignado, y entre risas le reclamé: “¡¡Pero ruégame sinceramente!!”. Repitió la sonrisa y elevando los ojos, se puso la mano derecha en el pecho y recitó con voz afectada: “¡Paco, te ruego sinceramente!”

Sé que estallé en una de las carcajadas más atronadoras de mi vida. Sí, con momentos como ese empecé a amarla desmedidamente.

Eso fue hace épocas. Luego pasaron tantas cosas. Ante su rechazo a mis asedios me alejé de ella alguna temporada, retorné y en algún momento de flaqueza aceptó intentar algo conmigo. Ese invierno del 89 ocurrieron algunas de las semanas más felices, más extrañas, de mi vida. Un mal día que la fui a visitar reiteró que ella no sentía lo mismo, me dio un último beso de despedida (unos años después me regaló otro beso inolvidable, que nos sirvió a los dos para saber que solo seríamos buenos amigos…), y yo no tengo idea de cómo hice para regresar a casa aquella maldita noche.

Creo que hace más de un año que no nos comunicamos. Me gusta creer que si le escribo, o la llamo, aunque haya que insistir unas cuantas veces, de un momento a otro responderá. Pero todo silencio es siempre elocuente.

En ese silencio glacial se fraguan los desencuentros que van de ser imperceptibles a ser tan definitivos.